El tiempo se ha puesto frío, la nieve cubre la tierra y en un reducto de hierba el verde se vuelve un río por el que insectos navegan, caen dos copas, el blanco asedia, las horas pasan y se extiende la tragedia sobre este bosque de pinos. Y pienso a mis amoríos, al fiel recuerdo y al cruel olvido, al destierro de mis cimientos al borde de este camino, a la niebla del delirio y a las miradas venéreas, tras la ventana que diviso, tomando vino.
– Y los copos me estremecen, pues mientras caen, los esquivo, me sacudo y sigo…
Por este destino frígido, bajo pinos blanquecinos, mirando al cielo que a gritos me enlaza trinos pedidos al suelo helado que piso, a mis zapatos humedecidos y a aquellas copas de vino, dejadas por amantes míticos, en amoríos metidos, dentro de un ático místico. Pensando a que escribo un libro, a que me deslizo por el hielo dando pico, al ardor del fuego lívido del brío y a los gajos que caen trémulos, sobre otros gajos caídos.
– Al final de este versillo, bajo la nieve encendido, andando para quitarme el frío…
Y a mí izquierda veo a un anciano sobre el hielo, quizás dormido, me vuelvo, lo toco y el suelo está tan frío que no pienso que un ser vivo pueda resistir tendido tanto tiempo sin abrigo. Está muerto, me digo, lo cargo y me lo llevo en peso a un claro en el bosque de pinos, lo entierro en un hueco abierto para el destino extinguido, lo cubro de nieve y lodo y aplanándolo lo piso y no lo compadezco, pues el dolor no sentido no da gritos.
– El tiempo se ha puesto frío y no me cuesta el admitirlo, la era erra hacia el cataclismo y los que al borde del camino se hagan listos, verán el blanco redimido sobre sismos…
‒ ¡Y en hielo al limbo, inhibidos!
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