En cierta villa sin brillo en donde recaló avanzando hasta donde dieron sus pasos, el viajero alzó sus brazos y bajo la sombra de un árbol, sobre un banco, allí sentado, se refugió por un rato para quitarse el cansancio y ajustarse a un nuevo horario. Beber agua, quitarle el fango a sus zapatos y comerse unos bocados, dejados en su saco de rastros. Andando anémico, helado, transitando el frío desierto, atravesando sus años.
– Y allí donde el día rendido opacaba en gris los campos, hizo un alto merecido, para intentarlo; y encender cada bombillo de áticos y palacios, hasta que destellaran cilicio…
‒ ¡Para cristalizar sus rumbos apagados y sin ser santo, iluminarlos!
Tragó tres trozos, bebió dos tragos, fumó otro poco, dio cuatro pasos y echó humo blanco sobre colinas y prados, sobre los ríos, los parques y los barrios del condado. Se zarandeó, se sacudió, brincó, dio saltos, giró hacia el lado buscado y cavó al sol un poso ancho, donde cayeron los rayos que invocaba con sus cantos. Y ante el destino avistado miró atrás, se vio atizando y para no seguir hablando, se iluminó lo apagado.
– ¡Y cual la cruda verdad, gozó quemando, exterminando pasados, brillando…!
‒ Como lo haría el diablo llegando, a donde ha errado, como viajero sin carro.
– Y como vista sin par, pintó veranos, juntando aristas de antaños, e incendiándolos…
‒ ¡Ante la vista de tantos!
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