Cuando augusta Dulcinea se le reviró al Quijote delirando con peleas, portando funda y botones, armadura y voz de jefa, este le respondió, mi Reina, espere a que le hagan la guerra, para transformarse en hiena. Y no se crea la dueña, ni la Zar de nuestra mesa, dele riendas sueltas a vuestras piernas, vuelva por donde venía y si al regreso le tienta, aspire esta lanza mía, hasta la médula, que para que al calor se vierta templarla se necesita. Y desvístase bajo el agua en el molino y vuelva a verse cual usted es, Afrodita.
– ¡Y si por azar se empeña en avivar vuestra ira, mengüe cual luna de día y venga a verme sin prendas, vuestra Alteza, que la convertiré en doncella, que al sol se mima…!
‒ Eh aquí un espejo que muestra, la realidad, tal cual sea…
Y Dulcinea algo escéptica, miró a lo que parecía y se despojó hasta de ella, al verse sin su sonrisa. Corrió hasta un marco con tela y se la tiró por encima, haciéndose lazos con las tiras, enredadas en sus venas. Se ornó con flores de hiedras que colgaban de la puerta, salió del Molino insípida y volvió oliendo a margaritas y a uvas de la más cercana viña. Bañada bajo la rueda volvió sin ropas y limpia, sin más lodo de porfía, ni rencillas. Dándose un toque de tinta, con dos copas y una lira que alabaron su poesía.
– Y Don Quijote, ya vuelto el tosco que excita, sin pensar lo que diría se arrodilló ante la misma y al besarla, su sonrisa le recordó, esta es la mística, la que mil leyendas inspira.
‒ La estampa integra cual la reseñan, la hembra quijotesca que me desafía a quererla…
– ¡La centro de pieza, mi aloca cuerdas, ella!
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